La ola me encerró apartándome del mundo, de los pájaros del cielo, los niños en la arena, mi madre en la playa. Hubo un momento de silencio verde. Poco después la ola me devolvió al cielo, a la arena, a los niños que gritaban. Salí del lago y el mundo me esperaba aún, y apenas se había movido entretanto.
Corrí playa arriba.
Mamá me frotó con un toallón.
-Quédate ahí hasta que te seques -dijo.
Me quedé allí, aguardando a que el sol me quitara los abalorios de agua de los brazos. Los reemplacé con carne de gallina.
-Caramba, sopla el viento -dijo mamá. Ponte el jersey.
-Espera, que me estoy mirando la carne de gallina -dije.
-Harold –dijo mamá.
Me puse el jersey y observé las olas que subían y caían en la playa. Pero no torpemente. Muy a propósito, con una especie de verde elegancia. Ni siquiera un borracho se hubiese derrumbado con la elegancia de esas olas.
Era septiembre. Los últimos días, cuando todo empieza a ponerse triste, sin ninguna razón. Sólo había seis personas en la playa, que parecía tan larga y desierta. Los niños dejaron de jugar a la pelota, pues el viento, por algún motivo, los entristecía también, silbando de ese modo, y los niños se sentaron y sintieron que el otoño venía por la costa interminable.
Los kioscos de salchichas habían sido tapados con tablas doradas, guardando así los olores de mostaza, cebolla y carne del prolongado y alegre verano. Era como haber encerrado el verano en una serie de ataúdes. Una a una se golpearon ruidosamente las puertas, y el viento vino y tocó la arena llevándose el millón de huellas de pisadas de julio y agosto. De este modo, ahora, en septiembre, sólo quedaban las marcas de mis zapatillas de tenis, y los pies de Donald y Delaus Arnold, allá, junto al agua.
La arena volaba en cortinas sobre los senderos de piedra, y una lona ocultaba el tiovivo, y todos los caballos se habían quedado saltando en el aire, sostenidos por las barras de bronce, mostrando los dientes, galopando. No había ahora otra música que el viento, escurriéndose entre las lonas.
Yo estaba allí. Todos los otros estaban en la escuela. Yo no. Mañana yo estaría en camino hacia el Oeste, cruzando en tren los Estados Unidos. Mamá y yo habíamos venido a la playa a pasar un último y breve momento.
Había algo raro en aquella soledad y tuve ganas de alejarme, solo.
-Mamá, quiero correr un poco por la playa -dije.
-Muy bien, pero no te entretengas, y no te acerques al agua.
Corrí. La arena giró a mis pies, y el viento me alzó. Ustedes saben cómo es correr con los brazos extendidos de modo que uno siente los dedos como velas al viento, como alas.
Mamá, sentada, se empequeñecía a lo lejos. Pronto fue sólo una mota parda, y yo estuve solo.
Un niño de doce no está solo a menudo. Tiene casi siempre gente al lado. No se siente solo dentro de sí mismo. Hay tanta gente alrededor, aconsejando, explicando, y un niño tiene que correr por una playa, aunque sea una playa imaginaria, para sentirse en su mundo propio.
De modo que ahora yo estaba realmente solo.
Me acerqué al agua y dejé que me enfriara el vientre. Antes, siempre había una multitud en la playa, yo no me había atrevido a mirar, a venir aquí y buscar en el agua y decir cierto nombre. Pero ahora…
El agua era como un mago. Lo aserraba a uno en dos. Parecía que uno estuviera cortado en dos partes, y la parte de abajo, azúcar, se fundiera, se disolviera. El agua fresca, y de cuando en cuando una ola que cae elegantemente, con un floreo de encaje.
Dije el nombre. Llamé doce veces.
-¡Tally! ¡Tally! ¡Oh, Tally!
Cuando uno es joven y llama así, uno espera realmente una respuesta. Uno piensa cualquier cosa y siente entonces que puede ser real. Y a veces, quizá, uno se equivoca.
Pensé en Tally, que nadaba alejándose en el agua, en el último mes de mayo, las trenzas como estelas, rubias. Se iba riendo, y el sol le iluminaba los hombros menudos de doce años. Pensé en el agua que se aquietó de pronto, en el bañero que se zambullía, en el grito de la madre de Tally, y en Tally que nunca salió…
El bañero trató de sacarla, de convencerla, pero Tally no vino. El bañero regresó con unos trozos de algas en los dedos de nudillos gruesos, y nada más. Tally se había ido y ya no se sentaría cerca de mí en la escuela, nunca más, ni correría detrás de la pelota en las calles de ladrillos, las noches de verano. Se había ido demasiado lejos, y el lago no permitiría que volviese.
Y ahora en el otoño solitario, cuando el cielo era inmenso y el agua era inmensa y la playa tan larga, yo habla ido allí por última vez, solo.
La llamé otra vez y otra vez. ¡Tally, oh, Tally!
El viento me sopló dulcemente en las orejas, como sopla el viento en las bocas de los caracoles, que murmuran. El agua se alzó, me abrazó el pecho, luego las rodillas, subiendo y bajando, así y de otro modo, succionando bajo mis talones.
-¡Tally! ¡Vuelve, Tally!
Yo sólo tenía doce años. Pero sabía cuánto la había querido. Era ese amor que llega cuando el cuerpo y la moral no significan nada todavía. Ese amor que se parece al viento y al mar y a la arena, acostados y juntos para siempre. La materia de ese amor era los días largos y cálidos en la playa, y el zumbido tranquilo de los días monótonos en la escuela. Todos los largos días del último otoño cuando yo le había llevado los libros a casa desde la escuela.
-¡Tally!
La llamé por última vez. Me estremecí. Sentí el agua en la cara y no supe cómo era posible.
El agua no me había salpicado tan arriba.
Volviéndome, retrocedí a la arena y me quedé allí media hora, esperando una sombra, un signo, algo de Tally que me ayudara a recordar.
Luego, de rodillas, hice un castillo de arena, delicado, construyéndolo como Tally y yo lo habíamos construido tantas veces, pero esta vez construí sólo la mitad. Luego me puse de pie.
-Tally, si me oyes, ven y construye el resto.
Me alejé hacia el lunar lejano que era mamá. El agua subió, invadió en círculos el castillo, y lo devolvió poco a poco a la lisura original.
Silenciosamente, caminé por la costa.
Lejos, el tintineo de un tiovivo; pero era sólo el viento.
Al día siguiente me fuí en tren.
Un tren tiene mala memoria. Pronto deja todo atrás. Olvida los maizales de Illinois, los ríos de la infancia, los puentes, los lagos, los valles, las casas, las penas y las alegrías. Las echa atrás y pronto quedan del otro lado del horizonte.
Alargué mis huesos, les puse carne, cambié mi mente joven por otra más vieja, tiré ropas que ya no me servían, pasé del colegio primario al bachillerato, y de ahí a la universidad. Y luego encontré a una joven en Sacramento. La traté un tiempo y nos casamos. Cuando cumplí veintidós años ya casi no recordaba cómo era el Oeste.
Margaret sugirió que pasáramos nuestra luna de miel postergada.
Como la memoria, el tren va y viene. Un tren puede devolvernos rápidamente a todo lo que dejamos atrás hace muchos años.
Lago Bluff, diez mil habitantes, subió en el cielo. Margaret estaba tan bonita con sus elegantes ropas nuevas. No sentía cómo el mundo viejo iba incorporándome a su vida, y Margaret me miraba. Me tomó del brazo cuando el tren se deslizó entrando en Bluff, y un hombre nos escoltó cargando el equipaje.
Tantos años, y las metamorfosis de las caras y los cuerpos. Caminábamos por el pueblo y yo no reconocía a nadie. Había casas con ecos. Ecos de correrías por los senderos de las cañadas. Rostros donde se oían aún unas risas entre dientes: las vacaciones y las hamacas de cadenas, y las subidas y bajadas en los columpios. Pero yo no hacía preguntas y miraba a un lado y a otro y acumulaba recuerdos, como apilando hojas para la hoguera del otoño.
Nos quedamos allí dos semanas, visitando juntos todos los sitios. Fueron días felices. Yo pensaba que estaba enamorado de Margaret. Lo pensaba por lo menos.
En uno de los últimos días paseamos por la costa. El año no estaba tan adelantado como aquel día, hacía tanto tiempo, pero en la playa se veían ya los primeros signos de la deserción próxima. La gente escaseaba; algunos kioscos estaban cerrados y claveteados, y el viento, como siempre, esperaba allí para cantarnos.
Casi vi a mamá sentada en la arena como antes. Sentí otra vez aquellas ganas de estar solo. Pero no me atreví a hablarle de eso a Margaret. Callé y esperé.
Cayó el día. La mayoría de los niños se había retirado ya, y sólo quedaban unos pocos hombres y mujeres que tomaban sol, al viento.
El bote del bañero se acercó a la costa. El hombre salió a la orilla, lentamente, con algo en los brazos.
Me quedé quieto. Contuve el aliento y me sentí pequeño, con sólo doce años de edad, minúsculo, infinitesimal, y asustado. El viento aullaba. No podía ver a Margaret. Sólo veía la playa, y al bañero que venía lentamente con un bulto gris no muy pesado en las manos, y la cara casi tan arrugada y gris.
No sé por qué lo dije:
-Quédate aquí, Margaret.
-¿Pero por qué?
-Quédate aquí, eso es todo.
Fui lentamente por la arena, playa abajo, hacia donde estaba el bañero. El hombre me miró.
-¿Qué es? -pregunté.
El hombre siguió mirándome largo rato. No podía hablar. Puso el saco gris en la arena, y el agua murmuró alrededor subiendo y bajando.
-¿Qué es? -insistí.
-Extraño -dijo el bañero, en voz baja.
Esperé.
-Extraño -dijo otra vez, dulcemente-. Nunca ví nada más extraño. Está muerta desde hace mucho tiempo.
Repetí las palabras del hombre.
El hombre asintió.
-Diez años, diría yo. Este año no se ahogó ningún niño. Se ahogaron aquí doce niños desde 1933, pero los encontramos a todos a las pocas horas. A todos excepto a uno, recuerdo. Este cuerpo… bueno, debió de haber estado diez años en el agua. No es… agradable.
Clavé los ojos en el saco gris.
-Ábralo –dije.
No sé por qué lo dije. El viento gritaba más.
El hombre tocó el saco aquí y allá.
-¡De prisa, hombre, ábralo! –grité.
-Será mejor que no –dijo él. Luego quizá me vio la cara-. Era una niña tan pequeña…
Abrió sólo una parte. Fue suficiente.
La playa estaba desierta. Sólo había el cielo y el viento y el agua y el otoño que se acercaba solitario. Bajé la cabeza y miré.
Dije algo, una vez y otra. Un nombre. El bañero miraba.
-¿Dónde la encontró? -pregunté.
-Playa abajo, allá, en los bajíos. Ha pasado mucho, mucho tiempo, ¿no?
Sacudí la cabeza.
-Sí, sí. Oh Dios, sí, sí.
Pensé: la gente crece. Yo he crecido. Pero ella no ha cambiado. Es pequeña todavía. Es joven todavía. La muerte no permite crecimientos o cambios. Todavía tiene el pelo rubio. Será siempre joven, y yo la querré siempre, oh Dios, la querré siempre.
El bañero cerró otra vez el saco.
Un momento después eché a caminar por la playa, solo. Me detuve, miré algo. Aquí es donde la encontró el bañero, me dije.
Aquí, a orillas del agua, se alzaba un castillo de arena, la mitad de un castillo. Tally una mitad, y yo la otra.
Lo miré. Me arrodillé junto al castillo de arena y vi las huellas de los pies menudos, que venían del lago y volvían al lago, y no regresaban.
Entonces entendí.
-Te ayudaré a terminarlo –dije.
Lo hice. Construí el resto muy lentamente, luego me incorporé y me alejé sin volver la cabeza, para no ver cómo las olas lo deshacían, como se deshacen todas las cosas.
Caminé por la playa hasta el sitio donde una mujer extraña, llamada Margaret, me esperaba sonriendo…
Ray Bradbury.
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Un cuento que me remueve infinidad de cosas. Tomado de "El País de Octubre".
¿De dónde más?