16 de noviembre de 2009

Sueño

Sueño
La luz de la luna cae al pie de mi cama y se queda allí como una piedra grande, lisa y blanca.

Cuando la luna llena empieza a encogerse y su lado derecho se carcome -como una cara que se acerca a la vejez, mostrando primero las arrugas en una mejilla y perfilándose después-, a esa hora de la noche se apodera de mí una inquietud sombría y angustiosa.

No estoy dormido ni despierto, y en el ensueño se mezclan en mi alma lo vivido con lo leído y oído, como corrientes de distinto brillo y color que confluyeran.

Antes de acostarme había leído la vida de Buda Gotama e incesantemente volvían a repetirse en mi mente, de mil formas, estas frases:

«Una corneja voló hacia una piedra que parecía un trozo de grasa y pensó: “Quizás haya aquí un buen bocado”. Pero como la corneja no encontró nada apetitoso, se alejó. Del mismo modo que la corneja que se había acercado a la piedra, abandonamos –nosotros, los seguidores- al asceta Gotama, cuando hemos perdido placer en él».

Y la imagen de la piedra que parece un pedazo de grasa crece monstruosamente en mi mente:

Camino por el lecho seco de un río y recojo guijarros lisos.

De color gris azulado, cubiertos de polvo brillante, sobre los que pienso y recapacito, y con los que sin embargo no sé que hacer; y después otros negros con manchas amarillas de azufre, como petrificados intentos de un niño por imitar unas salamandras toscamente moteadas.

Y quiero arrojar estos guijarros lejos de mí, pero una y otra vez se me caen de las manos, y no puedo apartarlos de mi vista.

Aparecen a mi alrededor todas las piedras que han jugado un papel en mi vida.
Algunas se esfuerzan desmesuradamente por surgir de la tierra a la luz, como grandes cangrejos de color pizarra que suben con la marea, empeñadas en atraer mi mirada hacia ellas y decirme cosas de importancia infinita.

Otras, agotadas, vuelven a caer sin fuerzas en sus agujeros y renuncian a hablar.
A veces salgo de la obscuridad de estos ensueños y veo de nuevo, por un instante, la luz de la luna sobre la abombada cubierta al pie de mi cama, como una piedra grande, lisa y clara, para recuperar, tanteando ciegamente, una conciencia que se diluye, buscando sin descanso la piedra que me atormenta, la que debe estar en algún sitio oculta entre los escombros de mis recuerdos y parece un pedazo de grasa.

No lo consigo.

En mi interior una obstinada voz afirma una y otra vez con necia tenacidad –incansable como una contraventana que el viento golpeara contra las paredes a intervalos regulares-: que ello no es así, que esta no es en lo absoluto la piedra que parece grasa.

Y no hay forma de liberarme de la voz.

Cuando, por centésima vez, objeto que todo esto es secundario, calla entonces por un momento, pero luego, imperceptiblemente, va despertando para volver obstinadamente a comenzar: sí, bueno, está bien, pero no es la piedra que parece un pedazo de grasa.

Entonces, lentamente, empieza a apoderarse de mí una insoportable sensación de desamparo.

No sé lo que ha pasado después. ¿He abandonado voluntariamente la lucha, o ellos, mis pensamientos, me han dominado y amordazado?

Sólo sé que mi cuerpo yace dormido en la cama y que mis sentidos se han separado y ya nada los une a él.

De repente quiero preguntar quién es «Yo»; y es entonces cuando me acuerdo de que ya no poseo órgano alguno con el que formular preguntas, y temo que esa estúpida voz vuelva a despertar y comience desde el principio el eterno interrogatorio sobre la piedra y la grasa.

Y así me alejo.


Tomado de "El Golem" de Gustav Meyrink.